
Mauthausen
El infierno tiene un nombre
Indice
ESTE ES UN RELATO EN PRIMER PERSONA SOBRE MI EXPERIENCIA EN EL LUGAR MÁS IMPACTANTE EN EL QUE HE ESTADO NUNCA. ME GUSTARÍA ADVERTIR A LOS LECTORES DE QUE ALGUNAS DE LAS HISTORIAS QUE VOY A CONTAR, ASÍ COMO ALGUNAS IMÁGENES QUE VOY A MOSTRAR, PODRÍAN HERIR SENSIBILIDADES.
«Quien no está dispuesto a aprender de su historia, está condenado a repetirla».
George de Santayana
Por fin había llegado el día. No os mentiría si os dijera que llevaba desde niño esperando visitar algún día el campo de concentración de Mauthausen, el lugar donde fueron asesinados miles de republicanos españoles en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Todavía hoy puedo recordarlo con emoción, como si fuera ayer: yo estaba en el instituto, era un pipiolo de unos 14 o 15 años. Un día nos dijeron que aquella misma semana iba a venir una persona muy especial a darnos una charla sobre el Holocausto. Recuerdo que el auditorio del instituto estaba a rebosar aquel día y que todos estábamos impacientes. De repente, apareció un hombre mayor. Se trataba de un superviviente del campo de Mauthausen. Entonces nos habló de algunas de las cosas que sucedían allí dentro: las palizas, el hambre, la humillación, los trabajos forzosos en la cantera, la escalera de la muerte, el muro de los paracaidistas,… Las palabras de aquel hombre dejaron una profunda marca en mi memoria y en mi alma, hasta tal punto que aquel mismo día me prometí a mí mismo que algún día iría a visitar aquel infierno sobre la Tierra. Y por fin, había llegado el día.
Me gustaría decir que estaré eternamente agradecido a Inma, mi mujer, por acompañarme al campo de concentración de Mauthausen. Estoy seguro de que aquel día sufrió más de lo que nunca ha querido confesarme y que hizo un sacrificio muy grande para ayudarme a cumplir un sueño. Sin ella, muy probablemente no hubiera sido capaz de mantenerme entero en un lugar cuyos muros están impregnados de tanto desaliento.
Y es que Mauthausen no es una visita turística más. Quien así lo considere, que no se le ocurra aparecer por aquí. Quien entra en Mauthausen ya no vuelve a ser el mismo. Porque Mauthausen te cambia para siempre. Cada uno de los bloques de piedra con los que está construido está impregnado con una memoria indeleble, la de la humillación más infrahumana a la que fueron sometidas las cerca de 200.000 personas deportadas. Este es un lugar que te rompe por dentro, por muy preparado que estés dispuesto a ir.
A pesar de todo, creo sinceramente que esta experiencia debe ser vivida. Para no olvidar a las víctimas. Para contribuir a que todo aquello no vuelva a repetirse. La visita de hoy requiere de mucha valentía pues no todo el mundo está dispuesto a emocionarse y a conectar con un dolor invisible que sin duda aún permanece.

El estigma de un pueblo maldito
Fue un día que jamás olvidaré. Reconozco que ya me desperté ansioso aquella mañana de septiembre en la casa que habíamos elegido como base de operaciones para explorar el precioso distrito de Salzkammergut durante nuestro roadtrip por Baviera y Austria. Nos encontrábamos en un paraje idílico a las afueras del pueblo de Sankt Koloman, no lejos de Salzburgo ni de la frontera alemana. El clima parecía saber lo que nos esperaba y amaneció el día más triste que puedo recordar. La niebla ocultaba las picudas montañas de los Alpes austriacos, hacía frío y llovía. Mucho. Pero aquel día yo iba a ir a Mauthausen y nada me lo iba a impedir.
Casi dos horas de autopista nos separaban de uno de los lugares más aterradores que haya conocido el ser humano. Resulta paradójico pensar que pueda existir un lugar así en medio de la bella Austria, tan cerca de la animada Linz y de la imperial Viena. Durante el trayecto en coche teníamos la sensación de que la intensa lluvia velaba por nosotros como un dios que, aunque enfurecido, nos protegía y se negaba a abandonarnos a nuestra suerte. Al llegar, un primer escalofrío recorrió nuestro cuerpo al ver el letrero con el nombre de un pueblo que ya es maldito: Mauthausen. Se trata de un idílico lugar a orillas del Danubio. Tiene una iglesia con torre puntiaguda y calles empedradas, con fachadas que parecen decoradas con merengue y confitura. Sin embargo, no es por su belleza lamentablemente por lo que el nombre de este pueblo es conocido en el mundo entero.
Tras subir una leve pendiente apareció al fin ante nuestros ojos, el perfil del campo, con sus muros y torres de vigilancia. Había visto tantas veces aquella imagen en documentales y fotografías, que no podía creerlo. Al fin estábamos allí.

Mauthausen: un poco de historia
El campo de concentración de Mauthausen no fue el primero que los nazis levantaron, pero sí fue uno de los más sanguinarios y atroces. De hecho, fue el único campo de trabajo de categoría III (reservado para aquellos enemigos políticos «incorregibles» del Reich) que obtuvo la función de un «campo de exterminio».
Cuando uno llega por primera vez al memorial de Mauthausen, se da cuenta de por qué los nazis eligieron este lugar para levantar una de sus fábricas de matar personas. Su estratégica ubicación sobre un cerro rodeado por espesas zonas verdes, alejado de cualquier núcleo de población a varios kilómetros a la redonda y de cualquier mirada indiscreta, resultaba una condición fundamental (aunque, como ya hemos visto, los vecinos del pueblo de Mauthausen conocían perfectamente la existencia del campo). Sin embargo, existía otra circunstancia que justificó enormemente su emplazamiento: la existencia en las inmediaciones de una cantera de granito, que por desgracia llegaron a conocer muy bien los presos.
La Wiener Graben de Mauthausen estaba controlada por la DEST (acrónimo de Deutsche Erd- und Steinwerke GmbH), empresa que pertenecía a las SS de Heinrich Himmler. Esta cantera era una de las muchas que existían por todo el Tercer Reich destinadas a la producción de materiales para las obras megalómanas que los nazis pretendían erigir en las principales ciudades alemanas. ¿Y quién se encargaba de la explotación de dichas canteras? Pues los propios prisioneros de los campos, por supuesto, a quienes además se les enfrentaba a la ignominia superlativa de dar su vida para levantar los muros de su propia cárcel. Esto fue lo que ocurrió precisamente en el campo de Mauthausen, donde prácticamente no existe un solo bloque de piedra que no fuese acarreado con la humillación y la sangre de deportados antifascistas de más de 40 nacionalidades.

El campo de concentración de Mauthausen fue construido a partir de mediados de 1938, pocos meses después de la Anschluss (anexión de Austria a la Alemania nacionalsocialista), por los primeros presos que provenían de otro campo, el de Dachau. El cometido que cumplió durante los primeros años fue el de albergar a opositores políticos e ideológicos, principalmente procedentes de Polonia, la Unión Soviética, Hungría, Alemania, Austria, Francia, Italia, Yugoslavia y España. Sin embargo, a partir de 1942 comenzaron a llegar también numerosos grupos de judíos, gitanos y homosexuales para quienes las posibilidades de sobrevivir eran prácticamente nulas.
Solo un año y medio después de su puesta en marcha y debido a la saturación de prisioneros, comenzaron a construirse nuevos subcampos que dependerían administrativamente del de Mauthausen. El más aterrador de todos ellos (incluso más que el campo central) era el de Gusen, levantado también junto a otra cantera. Este llegó a albergar más prisioneros que Mauthausen y su tasa de mortalidad fue muy superior ya que allí se practicaba directamente el principio de «exterminio mediante el trabajo».
Los números son escalofriantes. En conjunto, se calcula que entre la apertura del campo en 1938 y su liberación por parte del ejército de los Estados Unidos en 1945, fueron deportadas a Mauthausen y a sus subcampos aproximadamente unas 195.000 personas, de las cuales perdieron la vida un mínimo de 95.000, bien a golpes o a tiros, por congelación o por hambre, mediante inyecciones en la enfermería o mediante gas letal en la cámara de gas.
Visitar el memorial: explorar el infierno
La lluvia cesó en el mismo momento en que aparcamos nuestro coche en el amplio parking del memorial, aunque el cielo seguiría encapotado y triste durante toda la mañana. Nos dirigimos primeramente al Centro de Recepción de Visitantes con la intención de hacernos con un mapa y una audioguía. Lamentablemente, no contaban con audioguías en español, lo cual me resultó del todo incomprensible teniendo en cuenta que Mauthausen fue el el campo de concentración nazi que más españoles recibió, concretamente 7.533, de los cuales perecieron 4.421 (nota actualizada: actualmente se puede descargar la app del memorial, disponible en 12 idiomas diferentes).
El campo de prisioneros
Antiguamente existían dos entradas al campo, aunque solo una ellas era utilizada por los prisioneros recién llegados. La otra, de uso exclusivo para los SS, estaba flanqueada por sendas torres de vigilancia y tenía en su parte superior el símbolo del águila imperial nazi, una gigantesca escultura de bronce que fue derribada por los propios presos en mayo de 1945 tras la liberación del campo.


Dicho acceso daba directamente al patio de los garajes, un espacio que se usaba tanto para ceremonias militares de los propios SS como para la concentración de los presos en el transcurso de acciones de desinfección. Desde el voladizo superior del muro del patio solía situarse Franz Ziereis, comandante del campo de Mauthausen, para dirigir las operaciones.


Sentí que el corazón me daba un vuelco cuando nos situamos frente a la puerta principal del campo, situada en el extremo oeste. No debemos olvidar que para muchos de los deportados esta fue la última imagen que tuvieron del mundo exterior. Muchos testimonios señalan cómo en el momento de cruzar este macabro umbral, el propio comandante Ziereis era muchas veces el encargado de transmitirles a los recién llegados que «por esta puerta habéis entrado y por allí saldréis», señalando con el dedo hacia la pequeña chimenea que se encontraba al otro lado del campo y cuyo humo salía directamente de los hornos crematorios, que funcionaban ininterrumpidamente.


Como contrapartida, este lugar también se convirtió en un símbolo de esperanza cuando, durante la liberación en mayo de 1945, el grupo de la resistencia de los republicanos españoles que se había organizado clandestinamente en el interior del campo, elaboró un pancarta con sábanas provenientes de 6 camas de los SS y la colgó en lo más alto del portal. En ella escribieron «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras».
Una vez cruzado el portal, los recién llegados debían permanecer en formación en el hoy conocido como muro de las lamentaciones, donde eran objeto de los primeros malos tratos y humillaciones por parte de los SS. Acto seguido, se les privaba de sus nombres y se les entregaba un uniforme con un número y un distintivo según su procedencia, ambos cosidos a éste. En el caso de los españoles, este distintivo era un triángulo azul invertido con una S, que significaba Republikanische Spanier (republicano español). Esta práctica buscaba eliminar cualquier atisbo de individualidad, convertir al sujeto en un ente sin personalidad ni criterio propio con el fin de poder tener control absoluto sobre él. Borrar de un plumazo su pasado y su presente, en definitiva su identidad, era el primer paso para anular a una persona.


Al llegar a la plaza de las formaciones, donde los presos del campo permanecían en formación para su recuento tres veces al día y eran obligados a hacer actividades extenuantes, comencé a sentir una suerte de atontamiento que se tornaba en desorientación extrema. No entendía qué me estaba sucediendo, pero no atinaba con el mapa, algo que muy pocas veces me había sucedido. Diría que me puse nervioso de repente, pero sin ser consciente de ello. Como si de algún modo la energía que aquel lugar desprendía comenzara a invadirme por completo.



Esta plaza fue testigo de escarmientos públicos que los nazis organizaron para amedrantar a los presos y disuadirlos de querer escapar. De todos los intentos de fuga llevados a cabo en Mauthausen, el más conocido fue el protagonizado en julio de 1942 por Hans Bonarewitz, un hombre de etnia gitana (con triángulo negro) que consiguió escapar oculto en una de las cajas de lavandería donde se depositaban los uniformes de los presos asesinados, uniformes que eran enviados con un camión a Linz para su lavado y desinfección antes de ser asignados a otro preso. Desgraciadamente, Bonarewitz fue descubierto a la hora de vaciar la caja y devuelto a Mauthausen después de su audaz fuga. Antes de ahorcarlo en la plaza, los SS organizaron un cínico desfile por todo el campo ante 10.000 deportados en el que el preso fugado iba sobre una carreta (una que servía para transportar cadáveres al crematorio) junto a su caja, con un cartel que ponía “Alle Vögel sind schon da”, (“Todos los pájaros ya están de vuelta”). Por delante de él, una orquesta de presos iba tocando los acordes de la entonces popular canción francesa J´attendrai, la cual habla precisamente de esperar el regreso de alguien. Por cierto, cuentan los relatos de los testigos supervivientes que la soga se rompió dos veces antes de cumplir su cometido.
Barracas de los prisioneros
El espacio de las barracas propiamente dicho estaba dividido en tres zonas, todas en el lado izquierdo de la plaza. El denominado campo I, el más antiguo, abarcaba un total de 20 barracas, incluyendo una especial que solo albergaba a presos judíos. En este área se levantan hoy las únicas tres barracas originales que aún quedan en pie, aunque lógicamente algo reconstruidas. La primera de ellas acogió la secretaría del campo, así como uno de los lugares más tétricos de Mauthausen, el primer burdel que existió en un campo de concentración nazi. Abierto en 1942 y conformado por mujeres procedentes del campo de Ravensbrück, estaba destinado al «desahogo» de los SS y de algunos presos con privilegios. Sin duda, este fue uno de los lugares que más me impresionó, pues todavía se puede percibir el hedor que desprenden sus paredes.


Las otras dos, en cambio, estaban destinadas al alojamiento de los prisioneros. Se trataban de barracas de una sola planta donde se arremolinaban una cantidad ingente de personas (se supone que cada una de ellas debía alojar como máximo a 300 personas, pero en algunas llegaron a hacinarse hasta 2.000), que tan sólo disponían de unos precarios baños para hacer sus necesidades y de dos gigantescas pilas con un agujero en medio para asearse.


Después de visitar las barracas, nos dirigimos a una parcela donde antiguamente se levantaba un campo de cuarentena para presos recién llegados y más tarde un campo de concentración para mujeres. Hoy se encuentra emplazado alli un cementerio donde fueron enterrados durante la posguerra los cadáveres exhumados de las fosas comunes encontradas en las inmediaciones de Mauthausen. Este espacio verde supone, paradójicamente, un breve respiro para el visitante, muy necesario para lo que todavía le falta por experimentar.


A partir de 1944 el campo de prisioneros fue ampliado con dos nuevas zonas con más barracas, los llamados campos II y III, que sirvieron principalmente para albergar nuevos transportes de presos, especialmente aquellos que habían quedado incapacitados para trabajar y estaban destinados a ser asesinados. Hoy su espacio lo ocupa otro cementerio, que desde 1961 alberga los restos mortales de presos americanos. Entre ambas parcelas, permanece en el suelo el rodillo original con el que los presos allanaron la plaza de las formaciones (aunque el asfaltado actual es posterior).

Otras dependencias
En el lado opuesto de la plaza se encontraban las dependencias destinadas a la lavandería, las cocinas, la cárcel y la enfermería del campo. Nuestro recorrido prosiguió visitando cada una de ellas.
El antiguo espacio de la lavandería fue reconvertido en una sala de honor, un espacio de uso religioso y conmemorativo, con una capilla habilitada en 1949. Un conjunto de banderas de diversos países ponen la nota de color a esta sobria y solemne estancia. Flanqueada por la bandera tricolor de la República, una placa escrita en nuestro idioma reza: «Te di a luz, oh hijo mío! Fuiste, fiel y justo luchador de la libertad. Cuanto te lloro… A los españoles republicanos muertos en Mauthausen». Cada año, a principios de mayo, en la conmemoración de la liberación del campo, se reúnen aquí los antiguos deportados para rendir homenaje a sus compatriotas asesinados.


Justo al lado del barracón de las cocinas, otro de los lugares más impactantes del campo de concentración de Mauthausen: la cárcel. Allí no solo se interrogaba y se castigaba físicamente durante horas a los presos políticos, sino que también se les ejecutaba en el tristemente conocido como «rincón del tiro en la nuca». Sin embargo, el sótano de este edificio esconde un lugar todavía más escalofriante, el primer horno crematorio de los dos que aún se conservan originales (llegaron a haber tres en total), donde se incineraban los cadáveres de los presos. No podría describir lo que sentí en aquel momento…


En la última barraca a la derecha de la plaza de las formaciones se situaba la enfermería del campo, que desde 1944 atendió únicamente a algunos presos con cierta situación de privilegio. El resto se encontraba absolutamente sometido a los trastornados designios del doctor Eduard Krebsbach, jefe médico del campo, y de otros médicos. Muchos testimonios hablan de cómo Krebsbach solía terminar con las vidas de los presos mediante inyecciones letales y otras prácticas todavía más abominables.

La antigua enfermería fue transformada en un museo conmemorativo en 1970, el cual ha sido actualizado y ampliado muy recientemente, en 2013. En él pueden visitarse tres exposiciones permanentes: en la primera de ellas, «El campo de concentración de Mauthausen 1938–1945», se explica la historia del campo a través de 130 objetos originales (documentos, dibujos y ropa, entre otros) y 30 entrevistas realizadas en vídeo y audio a algunos supervivientes. Nos pareció tan interesante y emotiva esta muestra que la consideramos de visita obligada para cualquiera que visite Mauthausen. Entre los objetos que más me impresionaron, una reproducción de un manual donde se aleccionaba a los SS sobre cómo debían tratar «correctamente» a los presos, o algunas fotografías que los propios nazis hicieron dentro del campo, muchas de ellas con fines documentales.

En relación a estas fotografías, cabe mencionar la heroica labor que llevó a cabo la organización clandestina de los republicanos españoles (formada por hombres como Francesc Boix, Antonio García, Mariano Constante y Joan de Diego, entre otros) cuando se las ingeniaron para sustraer, camuflar y sacar del recinto cientos de negativos fotográficos del laboratorio fotográfico del campo. Tiempo después estos mismos negativos servirían como pruebas clave durante los juicios de Nüremberg: no solo probaron las atrocidades cometidas por los SS en el campo de concentración, sino también la implicación directa de muchos dirigentes nazis como Speer, Himmler o Kaltenbrunner.


Las otras dos exposiciones se encuentran en el sótano de la antigua enfermería, junto a las dependencias del segundo crematorio y la cámara de gas. «Mauthausen como lugar del crimen: una búsqueda de rastros», que se centra en el tema del asesinato masivo deliberado de prisioneros, y el «Espacio de los nombres«, una conmovedora sala donde están escritos sobre placas de vidrio los nombres conocidos de más de 81.000 personas (en su idioma original) que fueron asesinadas en Mauthausen y sus subcampos.


Y llegaba la parte más dura de toda la visita al campo de concentración de Mauthausen. Situados en el sótano entre la enfermería y la cárcel. yacen prácticamente juntos los dos peores recuerdos del terror nazi: el segundo horno crematorio, compuesto de dos puertas y rodeado hoy de una gran cantidad de objetos y fotografías que los familiares de las víctimas fueron colgando en las paredes, y la cámara de gas, donde se sabe que, como mínimo, se asesinaron a 3.455 personas desde marzo de 1942. Los SS engañaban a los presos para meterlos en el interior de la cámara diciéndoles que iban a la ducha. Una vez dentro, se consumía la atrocidad por medio del gas letal Zyklon B mientras los criminales observaban desde fuera y por medio de un agujero cómo la muerte entraba en sus cuerpos en una agonía lenta y dolorosa.



Cuando me encontré frente a la cámara de gas de Mauthausen, de repente sentí cómo mi cuerpo me avisaba de que tenía que salir de aquel lugar inmediatamente. Mi mente quería echar el freno, pero no me fue posible. Nunca me había pasado algo parecido antes. De algún modo tuve la sensación de que existía un peligro real acechando en aquella habitación y que debía marcharme enseguida. Tiempo después achaqué aquella reacción que mi cuerpo había tenido a la energía tan negativa que existía en aquel lugar. Lo curioso del caso es que algo parecido volvió a pasarme durante aquel mismo viaje, concretamente en el pasillo de la cárcel de Dachau, otro campo de concentración nazi.

Ambos necesitábamos aire, así que salimos de nuevo al exterior y antes de dar por finalizada la visita del campo de prisioneros, nos acercamos a uno de los perímetros del campo para ver de cerca la alambrada que antiguamente estaba electrificada con una corriente de 380 voltios. Numerosos presos encontraron aquí la muerte, la mayor parte de ellos tomando la dura decisión de lanzarse a ella para terminar con su dolor, aunque otros fueron «suicidados» a la fuerza, obligados por los mismos SS. Asesinatos premeditados que eran camuflados como represalias a supuestos intentos de fuga.


Irónicamente, la alambrada fue también el lugar donde terminó el cuerpo del comandante del campo, Franz Ziereis. Después de la liberación, Ziereis se escondió en su cabaña de caza en Spittal am Pyhrn, pero fue descubierto por soldados americanos y antiguos presos. En un nuevo intento de fuga fue herido y trasladado al hospital militar americano núm. 131 en Gusen, donde se le interrogó ante la presencia del fotógrafo Francesc Boix, quien inmortalizó la agonía del ex-comandante. Después de su muerte, su cadáver desnudo fue colgado de la alambrada por los prisioneros. Sobre su piel pintaron una cruz gamada y la frase «Heil Hitler».

El parque de los monumentos
Fuera de los límites del campo de prisioneros se encontraban las barracas administrativas de los SS, así como sus lugares de esparcimiento (incluso tenían cine y teatro). En 1949 éste ya era un espacio vacío y diversos países comenzaron a levantar memoriales en honor a sus víctimas. Hoy, el parque de los monumentos está compuesto por más de 20, cada uno dedicado a un estado o a un colectivo en concreto.


Si nos fijamos bien, este parque es un espejo de la era de la posguerra y la Guerra Fría, pues algunos de los monumentos pertenecen a estados que ya no existen en la actualidad, como la Unión Soviética, la dos Alemanias (la Federal y la Democrática) o Yugoslavia. Otros países, sin embargo, fueron creados durante este largo periodo y también quisieron verse representados aquí, como es el caso de Ucrania.
Resulta curioso saber que algunos colectivos fueron excluidos de este lugar y no tuvieron representación durante mucho tiempo (el monumento a las víctimas judías no se erigió hasta la década de 1970, y el de los pueblos gitanos de los romaníes y sinti, hasta la década de 1990). Otros, como el de las personas perseguidas por motivos racistas, los homosexuales o las mujeres, ni siquiera tienen representación hoy en día.


De todos los monumentos levantados, el único que no fue financiado por un gobierno fue precisamente el monumento a los republicanos españoles, erigido el 6 de mayo 1962 gracias a los fondos conseguidos mediante una suscripción popular. Por razones obvias, el gobierno franquista nunca hubiese aprobado la financiación de semejante memorial. Sin embargo, desde la llegada de la democracia a nuestro país, ningún gobierno español se ha encargado de homenajear debidamente a sus compatriotas deportados, lo cual me resulta incomprensible y lamentable.
A nosotros nos impresionó mucho nuestro sencillo memorial. Unidas por un bloque horizontal, se yerguen cinco columnas de granito de la cantera de Mauthausen: en las laterales reza la inscripción “Homenaje a los 7.000 republicanos españoles muertos por la libertad” en cuatro idiomas (español, francés, ruso y alemán), y en la del centro, un relieve de una madre sosteniendo a su hijo moribundo.

La cantera Wiener Graben
Dejamos para el final el lugar más aterrador de Mauthausen, el funesto escenario donde se perpetraron un mayor número de crímenes inhumanos. Para llegar a la cantera Wiener Graben hay que seguir un trayecto de menos de 1 km, que era el mismo que los propios prisioneros seguían todos los días para ir a trabajar allí. Mientras caminábamos a pie, nos dimos cuenta de lo irregular de sus adoquines, puestos así con el fin de que los presos tropezaran y pudieran ser severamente castigados.

Hoy la vegetación ha cubierto parcialmente la cantera de Mauthausen, como si la naturaleza hubiese querido tapar el horror de lo que aquí vivieron los deportados, testigos de atrocidades inenarrables. Para bajar hasta allí, hay que hacerlo por el lugar más tristemente conocido de todo el campo de concentración de Mauthausen: la escalera de la muerte, construida por las manos de los propios presos. Se dice de ella que cada una de sus piedras lleva la sangre de un republicano español. Al esfuerzo agotador del trabajo en la cantera, los prisioneros debían añadir la tortura de los 186 peldaños que tenían que subir varias veces al día, cargados con pesadas piedras de granito que debían transportar hasta el campo (allí servían para construir el propio campo o se enviaban a varios puntos del Reich para adoquinar las calles de numerosas ciudades austriacas y para construir los edificios megalómanos ideados por arquitectos nazis).


Cuando un grupo había logrado subir la escalera y llegar hasta el camino, aquellos que durante el trayecto quedaban rezagados o habían abandonado la carga en mitad de la escalera, eran “amablemente” invitados por los SS a lanzarse al abismo de la explotación, de unos 50 metros de altura. Toda resistencia era inútil. Hoy, ese precipicio es conocido como el muro de los paracaidistas, en honor a las personas asesinadas de este modo tan cruel, pues así eran llamadas cínicamente por los nazis.

En aquellos momentos sentí que la única cosa que podíamos hacer para dar sentido a todo aquello era rendir homenaje a todas aquellas personas, así que cogí tres pequeñas piedras del suelo de la cantera de Mauthausen y, entregándole una a Inma, nos dispusimos a subir con ellas los 186 peldaños de la escalera más empinada y vertiginosa que ambos podemos recordar.

De igual forma a como hacen miles de familiares y visitantes, procedimos a colocar dos piedras a los pies del monumento a los republicanos españoles. No pude evitar traerme conmigo la tercera de ellas de regreso a España.

Con aquel acto simbólico pusimos fin a la visita del campo de Mauthausen. Después de casi 4 horas repletas de sinsentido y miles de preguntas sin respuesta, una reflexión quedó fijada en nuestros corazones. Aquellos que programaron y pusieron en marcha el Holocausto pertenecían también a la raza humana, igual que todos nosotros y nosotras. ¿Significa eso que cualquiera, bajo determinadas circunstancias, podría actuar de la misma manera? Eso sí produce desasosiego.
Nos tranquiliza saber que los gobiernos europeos han apostado por conservar estos lugares con el máximo de los respetos, no como parques de atracciones macabros, sino como testigos mudos de la barbarie. Quien haya visitado un campo de concentración nazi sabe que no existe un lugar mejor para saber cuanto mal podemos llegar a hacer a nuestros semejantes.
Con esta cuestión rondándonos en la cabeza pusimos el coche en marcha y regresamos, primero al pueblo de Mauthausen y luego a la autopista de regreso a nuestra casa austriaca en Sankt Koloman. Es curioso, pero justo en ese momento la lluvia volvió a aparecer. De hecho, ya no paró de llover en toda la tarde.

